La política en Venezuela ha entrado en un plano
diluido, divergente y separado de grandes lógicas explicativas. La Venezuela de
hoy resulta cada vez más compleja a la hora de entenderla y analizarla a partir de
elementos metodológicos y conceptuales tradicionales. Se halla entonces en una
encrucijada donde pareciera que los comportamientos políticos, electorales o de
apoyo en sus diferentes versiones, tocan con rasgos que nos invitan a pensar
los fenómenos desde diferentes áreas de la ciencia.
Diversos son los autores que han planteado y
sustentado la idea del ingreso tardío de Venezuela al siglo XX. Análisis por
demás adecuado si revisamos en retrospectiva nuestra historia política y todos
los elementos que conjugan nuestro proceso de independencia. Ciertamente,
nuestro siglo XX no comenzó en 1901 siguiendo el calendario gregoriano. Los
avances que implicaban encarar un nuevo siglo no se alineaban a una lógica
nacional que demandaba un país sumergido en guerras, caudillos y montoneras. Nuestra
preocupación entonces era otra, deslindada de los avances industriales, de la
concentración de masas entorno al debate de ideas o de la creación ingeniosa de
nuestros habitantes.
Por otro lado, el rol protagónico en Venezuela no
ha sido el de una sociedad dispuesta a organizarse, a generar sus propios
espacios de discusión y resolución de problemas. La opción ha sido depositar en
manos de un hombre toda la potestad para dirigir los destinos de una nación.
Bajo esa idea, las altas demandas sociales y su grito cada vez más fuerte por
reivindicaciones, retumban cada vez más a lo largo de la geografía. Gritos que
increpan al político y a la política sin hurgar en las responsabilidades
individuales y colectivas de la ciudadanía. Ha sido más fácil depositar la
esperanza en la política y dejar que ello de respuesta a todas nuestras
demandas.
En esa misma línea, la sociedad ha contribuido a
fortalecer los lazos de dependencia entre el líder político de turno y las
demandas sociales existentes. No obstante, bajo el sistema político que impera
en Venezuela desde hace veinte años, tal orientación política no resulta de la
evaluación de la gestión del ejecutivo nacional sino de un fuerte arraigo
afectivo, simbólico y emocional que explica y recrea el panorama político
actual. Sin embargo, las figuras políticas que lideran tal sistema político han
hecho de la política una forma inicua de percibir no sólo el propio sistema que
ellos impulsan, sino el arte y el espíritu propio de lo que sugiere el proceso
de toma de decisiones que afectan, para bien o para mal, el destino de un país.
El divorcio actual entre el político y el
ciudadano cada vez es más evidente. Martin Barbero en su texto contemporaneidad Latinoamérica y análisis
cultural nos increpa a reflexionar en lo siguiente: ¿En nombre de quien
habla el político? ¿Para quién habla? ¿Quién lo escucha? Al intentar responder
a tales interrogantes, en el caso venezolano, surge un vacío al no identificar
claramente el sentido que tiene para los políticos tales cuestiones. Se trata de un quiebre significativo entre las demandas
de la sociedad, las expectativas que ella genera en cuanto a lo político, y la
escaza respuesta que el sistema brinda a tales demandas. Pasando con ello de un
estado de esperanza política a una política de la desesperanza, que se traduce
en frustraciones para el ciudadano común pero además en una crisis de la
política para el sistema total.
Urge entonces un viraje no sólo en la forma de
hacer política, sino además en sus bases conceptuales, en su doctrina, y su fundamento
ideológico. Paralelo a ello, es fundamental contar con actores sociales más
involucrados en la dinámica cotidiana de su sociedad, en la forma de evaluar el
sistema político y en un fuerte compromiso ciudadano para hacer suyo y sentirse
afectado en las decisiones que les aquejan. Dicho proceso de pedagogía política
es clave para hacer de la esperanza, una convicción real.
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